Así comienza el estribillo de un viejo himno, con esta pregunta: “¿Qué Dios hay como el nuestro?” Y la respuesta rápida sería la que la mayoría anticipa: Ninguno. Esta es la afirmación que una y otra vez emerge de las páginas de la Escritura: ¡Ninguno! ¿Qué Dios hay como el nuestro? Deuteronomio 6:4 dice: “Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor uno es”. En 2 Samuel 7:22, el Rey David confiesa lo siguiente: “Oh Señor Dios, por eso tú eres grande; pues no hay nadie como tú, ni hay Dios fuera de ti”. En Nehemías 9:5, reunidos en asamblea solemne, los levitas oraron a Dios delante del pueblo de esta manera: «Sea bendito tu glorioso nombre y exaltado sobre toda bendición y alabanza. Solo tú eres el Señor. Tú hiciste los cielos, los cielos de los cielos con todo su ejército, la tierra y todo lo que en ella hay, los mares y todo lo que en ellos hay. Tú das vida a todos ellos y el ejército de los cielos se postra ante ti”. Ya en el Nuevo Testamento, en Efesios 4:6 el apóstol Pablo nos habla de “un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos”. Y en 1 Timoteo 1 lo presenta como “El Rey eterno, inmortal, invisible, y único Dios. Al que se deben honor y gloria por los siglos de los siglos”. ¿Qué Dios hay como el nuestro? Ninguno.
La singularidad de este Dios único e incomparable sería justificación suficiente como para acercarnos a Su Persona y examinarlo con detenimiento e interés. Pero Dios no se merece nuestra consideración solamente por ser “distinto” a todo lo demás. Son muchas las razones que deberían impulsarnos (y motivarnos) a dedicar un tiempo prudencial a pensar, meditar y crecer en nuestro conocimiento de Dios. Pero empecemos por las siguientes:
- La voluntad del Creador (Colosenses 1:9-11)
Pablo se dirige a los creyentes en Colosas, y les confirma que está orando específicamente por ellos ahora que son del Señor, ahora que la obra de Cristo se está haciendo evidente y eficiente en sus vidas. Porque es ahora cuanto más necesitan conocer quién es ese Dios al que han de servir: «Por esta razón, también nosotros, desde el día que lo supimos, no hemos cesado de orar por vosotros y de rogar que seáis llenos». “Llenos” dice Pablo, “saturados”, al punto de derramarse. ¿Pero llenos de qué? ¿Saturados de qué? El mismo apóstol despeja todas las dudas a continuación: “Del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría y comprensión espiritual, para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, dando fruto en toda buena obra y creciendo en el conocimiento de Dios”.
Crecer en el conocimiento de Dios… Esto no debería ser visto como un lujo para algunas personas muy devotas o interesadas en el estudio formal. No es un extra para unos pocos, es el planteamiento de Dios para todos y cada uno de Sus hijos. Con este propósito fuimos creados. Con esta capacidad fuimos diseñados. Con este fin fuimos regenerados. Con esta responsabilidad fuimos comisionados. Y no hacerlo es un acto necio, torpe, insensato, inmaduro, pero también rebelde. En otras palabras, no hacerlo consituye un acto de insumisión contra Dios. Dios mismo lo señala así en Oseas 4:6: “Mi pueblo es destruido por falta de conocimiento. Por cuanto tú has rechazado el conocimiento, yo también te rechazaré para que no seas mi sacerdote; como has olvidado la ley de tu Dios, yo también me olvidaré de tus hijos”.
El Magnífico, el Invisible se ha hecho visible en el mundo. El Inescrutable, el Inalcanzable se ha acercado a nosotros, mortales. Todo ello con el fin de que lo conozcamos. Y esta es la primera razón que nos debería impulsar a fijar nuestra mirada y atención en Él: ¡Así lo ha decidido Él! Pero no es la única…
- La gloria de la criatura (Jeremías 9:23-24)
Cuenta la leyenda que Asclepio, conocido por los griegos como el dios de la medicina, tuvo una hija a la que puso por nombre Panacea. Y que esta Panacea, desde que era una niña, se interesó por colaborar con su padre en el desarrollo de recetas y brebajes. Hasta que un día, ella misma consiguió formular una pócima mágica capaz de curar cualquier enfermedad. Por eso, cuando alguien habla de «panacea» se refiere a esa medicina, a esa poción capaz de revertir cualquier mal. ¿A qué viene todo esto? Un teólogo llamado Maurice Roberts escribió lo siguiente: “El pensamiento de Dios debería ser la panacea del cristiano”. Algo parecido expresó A. W. Tozer en su día: “Lo que nos viene a la mente cuando pensamos en Dios es lo más importante de nosotros.” Nada de lo que nosotros como raza humana imaginemos, ideemos o ingeniemos resulta ni tan si quiera comparable con lo que Dios es. Por eso, no hay mejor inversión ni más excelente para el hombre que abundar en el pensamiento de Dios. Que crecer en el conocimiento de Dios.
Sin embargo, tristemente, Dios es el gran desconocido en la iglesia. ¡El gran desconocido de Su Iglesia! Sabemos muchas doctrinas, estamos al tanto de muchas tradiciones, guardamos muchos ritos “evangélicos”, dominamos la tecnología, la música, las redes sociales, el márketing… Pero no conocemos a Dios como deberíamos. Entre otras razones porque si lo conociéramos como deberíamos no haríamos muchas de las cosas que hacemos, no pensaríamos muchas de las cosas que pensamos, ni anhelaríamos muchas de las cosas que anhelamos. El que hayamos sido hechos a semejanza de Dios (Génesis 1:26) tiene que ver precisamente con esto, con que podemos relacionarnos con Dios. Y esto es grandioso. ¡Esto es maravilloso! Porque no existe nada más magnífico que Él. No existe nada más elevado, nada más sagrado, nada más bello, nada más satisfactorio o más placentero que Él. Como el llamado catecismo de Westminster expresó: “El principal propósito del hombre es glorificar a Dios y gozar de Él eternamente». Porque, quién ha conocido a ese Dios, solamente puede expresar como el salmista en el Salmo 16:11: “en tu presencia hay plenitud de gozo; en tu diestra, deleites para siempre”. Sin embargo, el problema del ser humano es que no entiende a Dios. Ni lo desea ni lo busca, al punto de atreverse a dejado a un lado, al punto de pensar que puede vivir sin Él, al punto de preferir otras cosas antes que a Él… De esto nos habla el salmo 14: El Señor ha mirado desde los cielos sobre los hijos de los hombres para ver si hay alguno que entienda, alguno que busque a Dios. Todos se han desviado, a una se han corrompido; no hay quien haga el bien, no hay ni siquiera uno. ¿No tienen conocimiento todos los que hacen iniquidad, que devoran a mi pueblo como si comieran pan, y no invocan al Señor? Este texto es recuperado por Pablo en el capítulo 1 de Romanos. Pero el apóstol amplía algo más en el versículo 21 de Romanos 1: “Aunque conocían a Dios, no le honraron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se hicieron vanos en sus razonamientos y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se volvieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una imagen en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles”.
¿Puede ser que haya personas en la Iglesia de Cristo que vivan cortados bajo este mismo patrón? Quizás mantienen cierto equilibrio moral, sin grandes desórdenes, sin grandes resbalones. Pero es probable que hayan sustituido a Dios en su diario vivir. No necesariamente por un ídolo de piedra o una figura de metal, pero a lo mejor lo han relegado a un segundo plano, dando prioridad a la religión, a una iglesia o a un ministerio. Y, como sucedía con la congregación de Laodicea, el Señor de la Iglesia los contempla desde afuera, sorprendido de alguien pueda llegar a ser tan torpe y osado al mismo tiempo… (Apocalipsis 3:20).
Al comprobar quienes somos nosotros, hechura de Sus manos, no podemos sino gloriamos en Dios. «Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos; pueblo suyo somos y ovejas de su prado» (Salmo 100:3).
- La comprensión del hombre (Job 38)
A lo largo de 37 capítulos somos testigos de como un pequeño y selecto grupo de personas (Job, sus amigos, su esposa, y un joven que pasaba por allí) están hablando de Dios, están valorando, comentando, enjuiciando los planteamientos y los desempeños de Dios. Y algunas de sus afirmaciones son ciertas, pero otras son absolutamente falsas. Sin embargo, resulta muy llamativa cuál es la reacción de Dios. Porque lejos de elaborar una lista con los aciertos y errores, con aprobados y suspensos, Él se dirige específicamente a Job para hacerle saber que no solamente no le conoce como debería, sino que no se conoce a sí mismo como debería. Pero si no se conoce a sí mismo como debería es porque no conoce a Dios como debería. Juan Calvino lo explicó de la siguiente manera:
“Mientras no miramos más que las cosas terrenas, satisfechos con nuestra propia justicia, sabiduría y potencia, nos sentimos muy ufanos y hacemos tanto caso de nosotros que pensamos que ya somos medio dioses. Pero al comenzar a poner nuestro pensamiento en Dios y a considerar cómo y cuán exquisita sea la perfección de su justicia, sabiduría y potencia a la cual nosotros nos debemos conformar y regular, lo que antes con un falso pretexto de justicia nos contentaba en gran manera, luego lo abominaremos como una gran maldad; lo que en gran manera, por su aparente sabiduría, nos ilusionaba, nos apestará como una extrema locura; y lo que nos parecía potencia, se descubrirá qué-es una miserable debilidad. Veis, pues, como lo que parece perfectísimo en nosotros mismos, en manera alguna tiene que ver con la perfección divina”.
No habrá antropología adecuada sin una teología adecuada. Dicho de otra manera: No podemos comprender al hombre sino entendemos primero quién lo ha hecho y por qué razón. En palabras de Paul Washer: “No necesitas ser más grande, necesitas una mejor perspectiva de quién es Él”. Esta es otra de las razones por las que necesitamos crecer en nuestro conocimiento de Dios. ¡Pero todavía hay más! Y de ellas continuaremos meditando la próxima vez…