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“Dios es bueno”. Esta frase resuena en la mayoría de púlpitos y se repite de manera habitual desde las bancas de las iglesias. Pero ¿realmente lo creemos? ¿O la respuesta dependerá del periodo vital en el que nos encontremos?

Allá por el año 270 a.C. se popularizó un silogismo de origen incierto, pero que expresa lo que muchos opinan a este respecto: ¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces es malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De dónde surge entonces el mal? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? Entonces, ¿por qué llamarlo Dios?

Con un discurso quizás menos articulado, pero a la luz de lo que observamos a nuestro alrededor, en ocasiones luchamos con que la idea de que Dios es “bueno” no sea simplemente eso, una idea, un mantra, una frase hecha que percute sobre frustraciones y desánimos cuando la tristeza nos embarga o no encontramos otra salida a nuestras preocupaciones… “Dios es bueno”, decimos. Pero ¿realmente lo creemos? ¿O la respuesta dependerá del periodo vital en el que nos encontremos?

1. La distorsión

No podemos negar ese sin fin de desgracias masivas que continuamente asolan al mundo en el que vivimos: guerras y rumores de guerras, desastres naturales, corrupción, desigualdad o abusos por parte de los que representan a la ley y la justicia… Tampoco permanecemos insensibles a las enfermedades, falta de recursos, pérdida de seres queridos, o conflictos familiares que de manera recurrente afectan la vida de muchos, incluida la nuestra. Porque ningún hogar es inmune a estas y otras desdichas y adversidades. ¡Son nuestro pan de cada día! El mal nos afecta y nos lastima tomando un disfraz distinto según la ocasión. Cada día, todos los días, y a diferentes niveles, el mal sale a nuestro encuentro, con una virulencia tal que nos resulta difícil confirmar eso que en otra época repetíamos entusiasmados, probablemente sin haber meditado demasiado en las implicaciones de lo que entonces suscribíamos. Sin embargo, ahora, en el mejor de los casos, solamente susurramos: “Dios es bueno”.

En parte, pensamos así porque evaluamos a Dios en función de todo ese mal que observamos en otros o incluso en nosotros. Nuestra valoración no viene dada necesariamente como resultado de observarle a Él y lo que Su propio Testimonio escrito nos revela acerca de Él, sino de cómo se encuentran las personas a las que amamos o de cómo nos sentimos nosotros en un momento determinado. Pero nuestro estado de ánimo o las circunstancias actuales no deberían ser la rúbrica con la que medimos nuestra existencia, y mucho menos la de Dios. Esta es una perspectiva muy pobre de afrontar y de enfrentar la realidad. Entre otras razones, porque la Escritura nos confirma que si por algo nos caracterizamos es por la falta de objetividad. Nuestra lectura no es neutral, porque nuestro corazón es engañoso, ¡más que todas las cosas! dice el profeta Jeremías (Jer. 17:9). Pero, además, cuando dejamos que sean nuestras circunstancias o nuestros sentimientos los que filtren el tipo de Dios que nos preside, no solamente no estamos siendo neutrales, tampoco estamos siendo racionales. Pretendemos explicar el “todo” (en este caso a la Persona de Dios en su conjunto) a partir de una “parte” (en este caso, nuestras circunstancias puntuales y particulares), una “parte” muy pequeña comparada con un Universo inmenso para nosotros, pero todavía demasiado chiquitito al lado de Su Creador. ¡Pero esto no tiene sentido! Dios es lo que es, independientemente de lo que pensemos o percibamos nosotros desde la posición en la que nos encontremos hoy. Él es el que es, siempre, cada día, todos los días, y eso no varía, porque Él no varía (Éxodo 3:14; Hebreos 13:8). Y entre todas esas perfecciones que Dios atesora de manera constante, invariable, inquebrantable, Su bondad brilla con luz propia: El Señor es bueno (Salmo 100:5), bueno para con todos (Salmo 145:9; Mateo 5:45). No simplemente como oposición a lo que es malo, Él es el Señor del bien, Él es el Dador del bien, Él es el estándar de lo que está bien y la fuente de todo bien (Nahúm 1:7; Marcos 10:18; Romanos 2:4). Al punto que, “toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, con el cual no hay cambio ni sombra de variación» (Santiago 1:17).

2. La bendición

La buena noticia del Evangelio es que ese Dios, que es eternamente y enteramente bueno, se hizo hombre en la persona de Jesucristo con el fin de que pudiéramos experimentar Su bondad en grado superlativo (Efesios 2:7; 1 Pedro 2:3), aunque eso supusiese tener que portar sobre sus hombros todos nuestros pecados e iniquidades. Él  no solo se acercó a nosotros… ¡Se sacrificó por nosotros! Cargando una culpa y recibiendo un castigo que solamente nos correspondía a nosotros. Y todo ello, siendo como éramos: necios, desobedientes, extraviados, esclavos de deleites y placeres diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y odiándonos unos a otros… Pero Su bondad es mucho mayor que nuestros pecados, de manera que, “cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor hacia la humanidad, Él nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a su misericordia, por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo, que Él derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia fuésemos hechos herederos según la esperanza de la vida eterna” (Tito 3:3-7; Romanos 5:8)

Los que realmente han probado la «benignidad del Señor» (1 Pedro 2:3) pueden vivir tranquilos y confiados en el Dios de Su salvación, sabiendo que “para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito”. Porque Su voluntad, igual que Él, es siempre “buena, agradable y perfecta” (Romanos 8:28; 12:2).

Dios es bueno. Lo decimos. Lo creemos. Lo experimentamos cada día, todos los días. ¿Qué más podemos añadir? Solamente una palabra: gracias. Gracias, una y mil veces gracias, «porque Él es bueno» (Salmo 107:1).

Heber Torres

Heber Torres

sirve como pastor de Redentor Madrid y es director del Certificado en Estudios Bíblicos del Seminario Berea (León, España). Está casado con Olga y juntos son padres de tres hijos: Alejandra, Lucía y Benjamín.

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