Skip to main content

He aquí una posibilidad tan real como desconcertante: pudiéramos asistir a todas las reuniones disponibles en la iglesia, mantener una hoja de servicios impecable, colaborar sacrificadamente en variedad de ministerios, y escuchar decenas de sermones cada semana, pero, al mismo tiempo, vivir muy lejos de Dios.

  1. No hemos de medir nuestra relación con Dios en términos del tiempo que pasamos en la “casa” de Dios

A pesar de que, al menos hasta el día de hoy, contamos con plena libertad de movimientos, hay quien mantiene todavía ese leitmotiv del “yo me quedo en casa” tan repetido durante los tiempos de pandemia para justificar su desapego eclesial. Pero pocos creyentes comprometidos discutirían la importancia de asistir a las reuniones. Eso de “dejar de congregarse como algunos tienen por costumbre” no es una opción para ellos (Hebreos 10:25). Sin embargo, por beneficioso que resulte el congregarse para nuestro desarrollo espiritual, por necesario que sea el congregarse para nuestro crecimiento espiritual, nuestra asistencia a las reuniones no debería contemplarse como un sustituto a encontrarnos a solas con Dios. Miguel Nuñez lo explicó de esta manera: “El peligro es que lleguemos a creer que cumplir con las responsabilidades de la vida cristiana y vivir en comunión con Dios son la misma cosa” [1]

Resulta revelador que el autor de Hebreos advierta a sus lectores contra esa tendencia creciente de no congregarse solamente una vez que les ha insistido en el privilegio y la responsabilidad de disfrutar de la presencia de Dios (Hebreos 10:19-22). Esto no es casualidad, porque es precisamente una íntima relación con nuestro Dios y Salvador lo que nos impulsa a considerar “cómo estimularnos unos a otros al amor y a las buenas obras, no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos unos a otros, y mucho más al ver que el día se acerca” (Hebreos 10:25). No podemos invertir el orden. De lo contrario terminaríamos por seguir el modelo farisaico, excelente en lo relativo a sus participaciones y actuaciones externas, pero absolutamente carente de vida espiritual en el interior (Mateo 23:27).

  1. No hemos de medir nuestra relación con Dios en términos de lo que hacemos para Dios

La mayoría de los trabajadores dedican muchas horas cada semana a servir a sus jefes, y es posible que estén manteniendo un desempeño intachable en lo que hacen, pero la motivación que está detrás no nace del aprecio ni el afecto que tienen por ellos, sino, más bien como resultado de la obligación contraída. O, simplemente, producto del interés por conseguir un beneficio, un pago, o un rendimiento económico. Algo parecido sucede con los que reducen su relación con Dios a un acto de servicio a Dios. La Palabra de Dios es clara al respecto: hemos sido creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas (Efesios 2:10), y parte primordial de esas buenas obras tiene que ver con ponerse al servicio de los hermanos en el contexto de la iglesia local. 1 Pedro 4:10 dice: Según cada uno ha recibido un don especial, úselo sirviéndoos los unos a los otros como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Sin duda alguna, el servicio es un aspecto distintivo en la vida de todo creyente en Cristo y hemos de perseguir la gloria de Dios en todo lo que hacemos (1 Corintios 10:31), pero lo que hacemos para Dios no es un sustituto de la intimidad con Dios. Se trata, más bien, de la expresión natural, de la consecuencia racional, de quién disfruta de una genuina comunión con Dios, y no hay posibilidad de afrontarlo haciendo uso de un “piloto automático”.

  1. No hemos de medir nuestra relación con Dios en términos de lo que escuchamos acerca de Dios

Vivimos en una época en la que, a través de nuestros dispositivos electrónicos, tenemos acceso a casi cualquier cosa sin salir de casa, incluida una ingente variedad de contenido cristiano. Multitud de ministerios e individuos particulares, comenzando por lo que nuestra propia iglesia produce, comparten materiales de distinta índole en sus redes sociales. En un solo día se publica mucho más de lo que podemos llegar a leer o a escuchar a lo largo de toda nuestra vida. De manera que, siempre que ejerzamos el discernimiento (porque como dice Jesús en Mateo 7:21 “no todo el que me dice Señor, Señor entrará en el Reino de los cielos…”), contamos con innumerables y valiosas herramientas para profundizar en las verdades bíblicas y crecer en convicciones. Sin embargo, no deberíamos pensar que escuchar a otras personas hablar acerca de Dios es lo mismo que haber pasado un tiempo a solas con Él.

Piensa en unos niños que llevan tiempo separados de su padre ausente. Pueden dedicar buena parte de su semana a hablar y a escuchar de boca de familiares y amigos acerca de lo maravilloso y bondadoso que éste es, pero, finalmente, lo que estos niños quieren es pasar tiempo con su padre. Del mismo modo, por muy emotivas y detalladas que resulten las descripciones de parte de terceros, no existe equivalente alguno al estar a solas con Dios. Nada convalida ni reemplaza al encontrarse a solas con Dios. Ni siquiera lo que otros bienintencionados hermanos compartan acerca de Él. Aún este mismo artículo no servirá de mucho si no consigue su objetivo, que no es otro que el motivarte a pasar tiempo a solas con Dios.

El privilegio y la responsabilidad de acceder a la presencia de Dios

Probablemente eres consciente de la necesidad y de la oportunidad que el Señor te ha dado de cultivar una íntima relación con Dios. Solamente gracias a Él, porque lo que en un tiempo pasado resultaba imposible para nosotros los hombres Dios mismo lo ha hecho posible a través de la sangre de Su Hijo (Hebreos 10:19-22). Las puertas de Su despacho celestial están continuamente abiertas para los que se acercan a Él. El que no se fatiga ni se cansa está siempre preparado para recibirnos. Y si esto no fuera suficiente ánimo, el Espíritu Santo suple y modula nuestras oraciones (Romanos 8:26-27). Pero llegados a este punto, y después de múltiples intentos, quizás te preguntes cómo aprovechar este inmenso privilegio.

Comienza por establecer un momento concreto de tu día y apártalo para el Señor. Pueden ser apenas unos minutos. No pretendas escalar el Everest en tu primera salida al campo. Fijarse una meta realista te ayudará a mantener una dinámica sostenible en el tiempo. El libro de los Salmos es un lugar ideal para comenzar. Lee un salmo, medita en su contenido, y habla con Dios en oración. Dale las gracias por Su Palabra y por todas las bendiciones que recibes de Su mano. Enuméralas si quieres, e incluye también algunas áreas concretas sobre las que la Escritura nos exhorta a orar.[2] No permitas que tu mente divague. Si el cerrar los ojos termina por ser una distracción agarra un bolígrafo y un papel y escribe tu oración. Y al día siguiente, del mismo modo que volverás a comer, y a beber, y a descansar… ¡busca estar a solas con Dios una vez más! No admitas excusas ni trates de posponerlo para otra ocasión, porque nunca encontrarás el momento. No hay mejor inversión posible, ¡tu presente, y tu eternidad dependen de ello!

Heber Torres

 

[1] Miguel Nuñez, Yo Soy: El Dios que te transforma (TN: B&H español, 2024), 43.

[2] Los siguientes pasajes que contienen oraciones de Pablo pudieran servir como ejemplo y modelo a la hora de dirigirte a Dios en oración: Efesios 1:15-23; 3:14-21; Colosenses 1:9-12; 2 Tesalonicenses 1:11-12.

 

Un comentario

Dejar un comentario