La Palabra de Dios menciona la santidad de Dios más que cualquier otra de las perfecciones que definen Su perfecto carácter. No es que el resto de elementos que conforman el carácter de Dios sean peores o inferiores, pero los ángeles expresan que Dios es “Santo, Santo, Santo”. Y la mayoría de nosotros podríamos dar por hecho o incluso afirmar categóricamente que Dios es Santo, pero: ¿En qué consiste dicha santidad? ¿Qué implicaciones tiene esta preciosa realidad sobre nuestras vidas?
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Revisando la verdad de la santidad de Dios
Si somos hijos de Dios, estamos llamados a indagar en el carácter santo de Dios, y al meditar en dicha perfección seremos increíblemente impactados. Profundizar en la santidad de Dios nos ayudará a percibir mejor quién es Él y esto redundará en una doxología más pura y real en nuestras vidas. Además, apreciaremos bien que implica el ser revestidos de la justicia de Cristo.
Dios es santo. Esto nos lleva a considerar que Dios está separado y alejado de todo y de todos; que existe un abismo entre el perfecto Creador y las criaturas. La santidad de Dios nos permite observar como Él es independiente de Su creación y, al mismo tiempo, soberano sobre ella. Hablamos de perfección absoluta, de perfección incondicional. Esta realidad determina la esencia de nuestra adoración, porque en muchas ocasiones realmente no llegamos a ver a Dios en Su perfecta y majestuosa santidad, subestimando y dejando a un lado esta verdad, y esto impide que nuestra adoración a Él sea plena y genuina.
Afirmamos que Dios es perfecta y absolutamente Santo, esto es, sin pecado, y en las antípodas de toda impureza, de toda corrupción. No hay mancha en Él: “Muy limpios son tus ojos para mirar el mal” (Hab. 1:13). Y esta verdad nos trae reposo, paz y quietud. La santidad de Dios permite que podamos descansar en Él, aun cuando Su forma de obrar es difícil de entender o no resulta lo que esperamos. Dios es Santo y todo lo que Él hace es bueno y justo. Dios no peca y no se equivoca, no “mete la pata”. Es Santo, Su esencia es Perfecta.
Por otro lado, la santidad de Dios también nos lleva a considerar Su justicia y rectitud. Nos trae la promesa y la seguridad de que Él castigará el pecado. Somos maravillados al ver la santidad de Dios al juzgar a los pecadores, al redimir a pecadores y al santificar a pecadores. G.H. Kersten escribió:
«El atributo de la santidad de Dios es terror para los impíos, para quienes Él es fuego devorador y ardor eterno, porque los impíos no habitarán con Él. Por otro lado, es fuente de consuelo y salvación para los que le temen, y para quienes, por amor a Sus perfecciones, procuran huir del pecado y perfeccionar Su santidad en el temor de Dios»
Pero igual de importante que reflexionar sobre la santidad de Dios, resulta imperioso pensar qué aplicaciones e implicaciones supone esta tremenda realidad sobre nuestra vida.
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Reaccionando a la verdad de la santidad de Dios
La Palabra de Dios afirma: “Sed santos, porque Yo soy santo” (1ª Ped. 1:16). Y esto ha de resultar en un urgente llamado a la búsqueda de la santidad personal, no por algún sentimiento de culpa que tengamos ni por ciega sumisión a los dictámenes divino, sino porque la santidad es la esencia misma de nuestro Dios. Si somos abrumados con Su santidad, seremos incitados a imitarle, buscaremos obrar alineados con Su carácter.
a) La imposibilidad humana
A la luz de Su santidad es completamente imposible que Dios acepte a las criaturas sobre la base de sus propios méritos. Cualquier obra humana, por buena que pudiera llegar a ser, está avocada al fracaso. Lo mejor que el hombre pecador puede presentar está afectado por el pecado, y no es mejor que “trapos de inmundicia”. Si el Dios tres veces Santo considerara justo y santo, esto es, “apto o aceptable”, aquello que no lo es, se estaría negando a sí mismo y pervertiría Sus perfecciones, Su propio carácter y Su propia esencia. La cuestión entonces es: siendo pecadores, ¿cómo es que podemos entrar en Su presencia? ¿Cómo se nos puede mandar a ser santos? ¿Cómo buscar “la santidad, sin la cual nadie verá a Dios”? (He 2:14).
Esto solo es posible por medio del camino que Dios mismo habilitó. La demanda por Su santidad la saldó Su gracia en Cristo Jesús, haciéndonos “aceptos en el amado” (Efe. 1:6) gracias a sus méritos en la Cruz. Solo por medio de Cristo es que alcanzamos el estándar. Solo por medio de Cristo nos es posible ser aceptados por el Dios Santo.
El propio Evangelio es, entonces, un mensaje sobre la santidad de Dios: Su majestad, perfección y misericordia. Así que, gracias a la obra expiatoria de Cristo Jesús en la Cruz y gracias a la vida perfecta del Hijo de Dios ahora nosotros podemos perseguir la santidad.
b) Máxima Reverencia
En segundo lugar, ante la santidad de Dios, notamos que debemos acercarnos a Él con la máxima reverencia. No estamos ante cualquiera, ante cualquier otro “dios”, sino ante el único Dios Santo, Soberano, Justo, Omnipotente y Omnisciente. El gran Yo Soy. Dice el Salmo 99:5: “Exaltad al Señor nuestro Dios, y postraos ante el estrado de sus pies; Él es santo”
Debemos acercarnos a Dios con todo respeto y amor. Cuando más temerosos nos sintamos ante Su santidad inefable, más aceptables seremos al acercarnos a Él. Porque una conducta reverente lleva implícita la gratitud, la honra y la obediencia.
c) Crecimiento
En tercer lugar, la santidad de Dios nos lleva a desear ser hechos conformes a Él, creciendo en santidad, alineándonos con Su carácter y voluntad. De nuevo:“Sed santos, porque yo soy santo” (1ª Ped. 1:16). La santidad de Dios debe ser nuestro patrón de vida. Todo lo que Dios pide de Su pueblo halla razón en Su propia santidad. J. C. Ryle subrayó: “Santidad es el hábito de ser de un mismo sentir con Dios… Es el hábito de coincidir con los criterios de Dios, aborreciendo lo que él aborrece, amando lo que él ama, y midiendo todo en este mundo, según las normas de Su Palabra”.
Ya que solo Dios es santo y solo Dios es la fuente de la santidad, inquiramos en la santidad en Él. “Y que el mismo Dios de paz os santifique por completo; y que todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea preservado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1ª Tes. 5:23).
Gersón Heredia
Humillarse es lo único que podemos hacer ante un Dios,Santo, Santo, Santo y dar gracias a Jesucristo por tan grande salvación.