Lejos quedan los días de gloria para los amantes de la ensalada mixta: lechuga y tomate. ¡simplemente eso! Uno pedía una ensalada y sabía lo que le iban a servir. Pero los gustos de los consumidores han variado, y a los cocineros no les ha temblado el pulso a la hora de innovar y combinar sabores, al punto que resulta muy difícil predecir qué elementos, qué ingredientes, estarán presentes en la mesa cuando nos la “emplaten” primero y sirvan después. Frías, calientes, templadas, verdes, con legumbres, pasta, granos, carne… La lista resulta interminable y siempre, supuestamente, al gusto del consumidor. Algo parecido sucede con lo relativo a la evangelización en las últimas décadas. La Iglesia cristiana ha experimentado una gran tecnificación, se ha vuelto tremendamente sofisticada en lo que a sus programas se refiere, ha incorporado innumerables herramientas y estrategias promocionales, y es más sensible que nunca a las inquietudes y opiniones que permean a su alrededor. De manera que ya no existe una única receta de cómo deberíamos enfocar este asunto de la evangelización… La lista resulta interminable y siempre, supuestamente, al gusto del consumidor.
Sin embargo, no existe rastro de toda esa confusión contemporánea cuando analizamos las páginas del Nuevo Testamento, dónde el encargo de Dios para con Su Iglesia tiene que ver, por encima de todo, con hacer discípulos. ¿Cómo? Yendo activamente al encuentro de las personas, bautizando y enseñándoles a guardar todo lo que a su vez Cristo les había enseñado a ellos (Mateo 28:18-20). Y, aunque hoy en día muchos prefieren emplear otra terminología, probablemente no existe mejor expresión, mejor concepto para definir esta labor que la palabra evangelizar.
La misión
Evangelizar no es otra cosa que transmitir un mensaje, el mensaje del Evangelio. Dar resonancia a un mensaje, el mensaje del Evangelio. No es más–ni es menos– que proclamar, que anunciar, que persuadir a las almas con el mensaje del Evangelio. En eso consiste esencialmente la Gran Comisión (Marcos 13:10; Lucas 24:46-47). Pedro mismo, presente el día en que Jesús dio estas instrucciones a sus primeros discípulos, nos lo confirma en Hechos 10:42: “Y nos mandó predicar al pueblo y testificar con toda solemnidad”. Ese es el mandato, de eso se trata, de testificar con toda solemnidad. Testificar con toda solemnidad porque estamos ante algo realmente serio, trascendente, ¡urgente! Esto no va de imponer nuestras preferencias o de promover una cosmovisión más acorde con nuestros ideales (o con los de la cultura imperante), ¡son almas las que están en juego! Almas que no alcanzarán la salvación de ninguna otra forma, por ninguna otra vía, sino es a través del Evangelio de Jesucristo (Juan 14:6; Hechos 4:12). Por eso, resulta de vital importancia que tengamos claro en qué consiste el mensaje que debemos proclamar, qué es lo que forma parte (y lo que no) de ese Evangelio que hemos sido llamados a anunciar. Porque solamente cuando hemos comunicado manifiestamente esas verdades seremos obedientes al encargo de nuestro Señor y estaremos en condiciones de, llegado el momento, bautizar y enseñar a aquellas personas que respondan positivamente al mensaje (Hechos 20:26; Romanos 10:17).
Instituciones en general y pecadores en particular prefieren una participación cristiana en la esfera pública centrada en otras cuestiones más sociales y menos “dogmáticas”: ayudas benéficas, obras de caridad, programas para la comunidad, pero nada de “discursitos bíblicos”. Las organizaciones cristianas que más fondos recaudan y las entidades que más colaboradores movilizan son precisamente las que se sujetan a esta agenda. Por eso no debería extrañarnos cuando no pocos misioneros directamente se presentan como “coaches”, “productores” o “agentes sociales”… Como resultado, seducidas por el reconocimiento que reciben siendo parte de este nicho religioso, muchas iglesias han dejado de serlo, para convertirse en organizaciones de ocio o ayuda al necesitado donde, por ley, está prohibido hablar del Evangelio… ¡o perderán la subvención!
No podemos negar que la ayuda al necesitado o la integración en la comunidad pueden ser puentes para predicar el Evangelio, y en algunos contextos más que en otros realmente van a ser “el” puente para predicar el Evangelio. Pero resulta indispensable llegar hasta el final del camino para entregar, cual repartidor comisionado por el mismo Cielo, el mensaje que exhorta a los pecadores a volverse a Dios, arrepintiéndose de sus pecados y creyendo en las buenas noticias de Jesucristo (Mateo 4:17). Porque ¿cómo creerán de quien no han oído? ¿Y cómo oirán si no hay quien les predique? (Romanos 10:14). A eso fuimos llamados, para ese fin fuimos comisionados, con ese propósito es que todavía estamos aquí. De manera que, ya sea en el contexto de una comunidad de vecinos, o al otro lado del océano, bien como esfuerzo colectivo o como iniciativa individual, el objetivo en el evangelismo, dos mil años después, sigue siendo el mismo. ¿Cuál? Hacer discípulos. ¿Cómo? Comunicando el mismo mensaje que Jesús comunicó: “El Reino de los Cielos se ha acercado, arrepentíos y creed en el Evangelio” (Marcos 1:15).
El mensaje
Hace algunos años, un ministerio de evangelismo en Estados Unidos pagó una campaña que consistía en colocar grandes pancartas en las autopistas con el siguiente mensaje: “Cristo es la respuesta”. Y en uno de esos inmensos carteles, alguien escribió una nota muy reveladora: “¿Cuál es la pregunta?” ¡Ese es el punto! ¿Para qué necesitamos de Dios si todo está bien aquí abajo?
El Evangelio nos proporciona la mejor respuesta, pero hemos de empezar por apuntar por qué lo necesitamos más que el aire que respiramos. Y la Biblia es muy clara al respecto: estamos en serios problemas con Dios, porque no hay justo ni aún hay uno, no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios, por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios (Salmo 14:3; Eclesiastés 7:20; Romanos 3:23). Ese es el problema del hombre, ¡de todo hombre! que Dios lo creó para Su gloria y éste se reveló ante el Autor de la vida. Y eso nos coloca en una posición terrible, porque no hay nada que podamos hacer para revertir nuestra situación. El leopardo no puede borrar sus manchas y nosotros no tenemos la capacidad de dejar de ser lo que somos (Jeremías 13:23) .No hay sacrificio ni esfuerzo que modifique nuestra condición delante de un Dios Santo al que continuamente desafiamos, por naturaleza y por decisión propia (Isaías 64:6). Y como resultado de nuestra rebelión, la sentencia que se nos impone, antes o después, caerá sobre nuestras cabezas, porque el alma que pecare, esta morirá (Ezequiel 18:20; Romanos 6:23).
Aquí debemos comenzar, pero no es todo lo que habremos de comunicar. Porque además de señalar cuál es la condición en la que todo ser humano se encuentra apuntamos a la solución que todo ser humano necesita: la provisión de un Dios que ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido (Lucas 19:10). Y ahí caben todos aquellos que por la gracia de Dios vienen a la fe. Y esa es precisamente nuestra tarea. La de llamar a los pecadores a arrepentimiento (Hechos 17:30). La de hacerles ver que su situación no es final, porque Cristo, y solamente Cristo, tiene el poder de revertirla. Si el énfasis de la primera parte del mensaje es que el hombre quiere hacer justamente lo contrario a lo que Dios ha planeado, el énfasis de esta segunda parte es que Dios puede y quiere hacer lo que el hombre no puede ni quiere hacer: Salvarlo. Reconciliarlo consigo mismo, por pura gracia, gratuitamente, exclusivamente, por medio de la fe, en la persona y la obra del Señor Jesucristo, quien murió por nuestros pecados, pero resucitó para nuestra justificación, y un día volverá para reinar sobre los suyos y juzgar a todos los que aún entonces se opongan a Él (2 Timoteo 2:5; Efesios 2:4-9; Romanos 4:25; Apocalipsis 1:7-8; Salmo 2:9-12).
Cada vez que hayas terminado una presentación del Evangelio has de hacerte la misma pregunta. ¿Podría ser salva esta persona con lo que yo le he podido comunicar? Si no hay Evangelio, o si hay medio Evangelio, entonces no podemos esperar que nadie venga a salvación. Este es el único mensaje que estamos llamados a proclamar (2 Corintios 5:18-21), porque Romanos 1:16 confirma que “es poder de Dios para salvación”. No llamemos Evangelio o evangelismo a lo que no lo es. Porque del mismo modo que el modificar a tu gusto los ingredientes y las medidas de una receta no ayudará a conseguir el resultado que pretendemos, a un Evangelio retocado, aun Evangelio mermado, a un Evangelio adulterado no podemos pedirle que produzca el fruto deseado.
Conclusión
En el infierno respiran tranquilos al comprobar cuál es la programación evangelística de la mayoría de iglesias en la actualidad, pero aún el más fiero de los demonios comienza a temblar cuando un cristiano anónimo se atreve a compartir el mensaje del Evangelio con un vecino o un familiar. Porque saben bien que ese es el medio que Dios usa para romper las cadenas de la muerte espiritual y liberar a los pecadores de su esclavitud al pecado. Esta es la misión, y este es el mensaje que hemos sido llamados a proclamar “hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8), pero no pienses en llegar a lo último de la tierra si todavía no has terminado con el último de tu casa. El Señor te ha dado la oportunidad única e incomparable de influir en los que están más cerca, bien sea como padres, como abuelos, como tíos, hermanos o incluso como hijos, y ni te imaginas lo que Dios puede hacer con eso. Y para eso no hacen falta grandes recursos, no necesitas una gran plataforma, ni siquiera necesitas una buena estructura familiar. Solamente asumir el mismo compromiso que aquel ciego del capítulo 9 de Juan: Hay muchas cosas que yo no sé. Pero hay algo que yo sí sé. Y es que antes era ciego y ahora veo.
Comunica este mensaje, con pasión, pero también con precisión, recuerda que solamente la llave adecuada abrirá la puerta. Comienza por los que están más cerca. Y deja que de lo demás se encargue el Señor. Aprovecha tus oportunidades y aprovéchate de otras oportunidades en las que el Evangelio claramente vaya a ser expuesto. Si de lo que se trata es de hacer discípulos no necesitamos nada más, pero… ¡tampoco menos!
Nada más , ni nada menos, el Evangelio de Cristo lo es todo para salvación, a todos el que cree.