Al acercarnos a la historia de la Iglesia pronto descubrimos que esa idea de la Sola Gratia de la que tanto hablaron Lutero y Calvino no es un concepto que encuentra su origen en los días de la Reforma protestante. Tampoco en los padres de la Iglesia. ¡Ni siquiera en los tiempos de los apóstoles! Toda la Biblia está impregnada con esta afirmación: Dios es un Dios de gracia.
Lo que no nos merecemos
Dios es un Dios de gracia, pero no accedemos a esta gracia por lo que hacemos o como resultado de lo que somos. Que se lo pregunten a Noé, quién en medio de una generación perversa y rebelde va a ser depositario de una gracia que él tampoco merecía… (Génesis 6:8). Esta gracia surge de forma unilateral de parte de Dios para dar una respuesta distinta a la que cosechamos. Ya sea preservando a una persona, lo que se conoce como gracia común– aunque no deja de resultar algo inconcebible– ya sea salvando a una persona, lo que recibe el nombre de gracia especial, el hecho es que Dios no nos trata como nos merecemos.
La Biblia enseña que la paga del pecado es muerte y que no hay persona que no peque (Romanos 3:23; Eclesiastés 7:20). Y, sin embargo, estás sentado (o de pie) ahora mismo leyendo este artículo. La Biblia enseña que todos los seres humanos han sido concebidos en pecado y son portadores de una naturaleza pecaminosa (Salmo 51:5). Pero, sin haberlo previsto, sin aportar nada, un día nacimos. La Biblia enseña que todo ser humano se rebela ante su Hacedor (1 Reyes 8:46). No obstante, Dios no solo nos preserva y nos proporciona el oxígeno que necesitamos, sino que nos permite disfrutar de muchas más cosas de las que somos conscientes. Y lo realmente desconcertante es que esta gracia de Dios no solamente es inmerecida, sino que es desmerecida. Hacemos todo lo que está en nuestro mano para que seamos privados de cualquier privilegio, de cualquier premio, de cualquier beneficio. Aun de aquello que justamente nos correspondería: el tormento eterno. Pero Dios no nos trata como nos merecemos. Él no nos retribuye, ni nos paga conforme a lo que producimos. G. S. Bishop lo explicó así: “La gracia es la provisión para hombres que están tan caídos que no pueden levantar el hacha de justicia, tan corrompidos que no pueden cambiar sus propias naturalezas, tan opuestos a Dios que no pueden volverse a Él, tan ciegos que no le pueden ver, tan sordos que no le pueden oír, tan muertos que Él mismo ha de abrir sus tumbas y levantarlos a la resurrección”.
¿Por qué es tan importante que tengamos un concepto adecuado de la gracia de Dios? En su primera epístola a los Corintios, el mismo Pablo llega a decir: “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Corintios 15:10) Todo lo que somos, y todo lo que somos en Cristo, toda nuestra experiencia de vida, y toda nuestra experiencia de vida cristiana, nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro dependen exclusivamente de la gracia de Dios.
Lo que nos sostiene en pie
Dios muestra su gracia para con todos y cada uno de los seres humanos haciendo “salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45), refrenando la maldad (Proverbios 2:1–5; Romanos 13:1–5), permitiéndoles disfrutar de lo creado (Salmo 50:2) y aún incluso informando su conciencia (Romanos 1:18–20). Pero Dios manifiesta Su gracia de manera extraordinaria en aquellos a los que ha escogido para salvación, proporcionándoles una redención completa. En sentido negativo, la salvación es imposible fuera de la gracia de Dios. No importa cuánto nos esforcemos o quiénes sean nuestros antepasados, nuestra condición nos lo impide, nuestra naturaleza nos lo impide, ¡nuestros deseos nos lo impiden! “… tanto judíos como griegos están todos bajo pecado; como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios; todos se han desviado, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Romanos 3:9-12). Jesús enfatizó esta verdad ante un grupo de religiosos muy seguros de sus propias obras y esfuerzos, cuando les confirmó que: “Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre” (Juan 6:44). Sin embargo, y en un sentido positivo, la salvación es posible como resultado de la gracia de Dios: “La paga del pecado es muerte, más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos 6:23). La Buena Noticia del evangelio es que “la gracia de Dios se ha manifestado, trayendo salvación” (Tito 2:11). Sin una manifestación de esta gracia a través de la persona de Jesucristo permaneceríamos ciegos, indolentes, inconscientes, muertos en nuestros delitos y pecados, y, del mismo modo que no escogimos nacer físicamente, nunca hubiéramos podido nacer de nuevo (1 Corintios 1:30; Romanos 3:24; 9:16). El apóstol Pablo lo describió con detalle en su carta a la iglesia en Éfeso:
Y Él os dio vida a vosotros, que estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo según la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros en otro tiempo vivíamos en las pasiones de nuestra carne, satisfaciendo los deseos de la carne y de la mente, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por causa del gran amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia habéis sido salvados), y con El nos resucitó, y con El nos sentó en los lugares celestiales en Cristo Jesús, a fin de poder mostrar en los siglos venideros las sobreabundantes riquezas de su gracia por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque por gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas.
(Efesios 2:1-10)
Conclusión
El evangelio nos confronta con la realidad de nuestro pecado, pero nos presenta a Jesucristo el Justo. Lleno de gracia y compasión. Dispuesto a cargar en Él el pecado de todos nosotros. Dispuesto a sufrir en Él el castigo de todos nosotros. Dispuesto a humillarse para que nosotros podamos comparecer delante de Dios y sobrevivir. Dispuesto a morir para que nosotros podamos venir a ser llamados hijos de Dios. Ya no atemorizados ante la expectativa de un juicio inminente, sino rendidos ante la persona de Jesucristo, porque es precisamente en Cristo dónde la gracia de Dios se manifiesta con incomparable clarividencia (Juan 1:14, 16–17).
¿Has experimentado esta gracia especial? ¡Tu presente y tu eternidad dependen de ello!