Si llegásemos a la iglesia hoy diciendo que la oración es una actividad esencial para el cristiano, serían pocos los que afirmasen lo contrario. Como creyentes, entendemos que la oración es un deber esencial para nuestras vidas. Pero, ¿por qué?
Polifacética
Cuando hablamos de la naturaleza esencial de la oración, podríamos comenzar apuntando cuánto necesitamos orar, porque ¡somos tan débiles espiritualmente! Jesús declara esta verdad con toda claridad cuando pidió a Pedro, y a los que estaban con él la noche antes de su crucifixión, eso de: Velad y orad para que no entréis en tentación; el Espíritu está dispuesto, pero la carne es débil (Mateo 26:41). En nuestra lucha contra el pecado y la batalla por la santidad somos verdaderamente débiles y es solo por la obra del Espíritu que obtendremos victoria (Gálatas 5:16-17, 25). Jesús nos enseña que la oración es uno de los medios por los cuales recibimos la ayuda del Espíritu en la batalla contra la carne. En este sentido, a la luz de nuestra debilidad, la naturaleza esencial de la oración se hace tan evidente como lo es el salvavidas para la persona ahogándose en el mar.
Al mismo tiempo, al considerar la oración como una actividad esencial podríamos pensar en la multitud de mandatos que la Escritura nos presenta en cuanto al deber de orar constantemente (por ejemplo, 1 Tesalonicenses 5:17, Lucas 18:1, 1 Timoteo 2:1). A la luz de cada uno de estos mandatos, la oración se convierte en una parte esencial de nuestra obediencia como creyentes. No es algo opcional para un selecto grupo de creyentes “espirituales”, una vida de oración constante es algo que todo creyente sin excepción debe desarrollar en obediencia a las Escrituras.
Sublime
Solamente estos dos aspectos sobre la oración (la necesidad y la obligatoriedad) deberían ser suficientes para que busquemos crecer en nuestra obediencia en esta área. Pero hay una razón más sublime si cabe, que hace que la oración venga a ser una prioridad en nuestras vidas: la oración resulta esencial como parte del proceso de venir a ser como el Señor Jesucristo.
Una lectura de los evangelios revela que, en su vida terrenal, nuestro Señor oraba constantemente. Considera por un momento algunas de esas ocasiones en las que encontramos a Cristo orando: en su bautismo (Lucas 3:21-22), por la mañana (Marcos 1:35-36), toda la noche (Lucas 6:12-13), en privado (Mateo 14:23), en público (Juan 10:41-42), antes de hacer milagros (Mateo 14:19), después de haber obrado milagros (Lucas 5:16), antes de comer (Mateo 26:26), en su transfiguración (Lucas 9:28-29), en la cruz, durante el sufrimiento más profundo (Mateo 27:46, Lucas 23:46) y aun después de su resurrección y antes de su ascensión hallamos a Jesús orando (Lucas 24:30,50-53). El Nuevo Testamento es claro: la oración era algo presente y prevalente en la vida de nuestro Señor. Y por eso tiene que serlo también en la vida de todos nosotros, a quienes Dios el Padre ha predestinado a ser hechos conformes a la imagen de Su Hijo, para que ÉL sea el primogénito entre muchos hermanos (Romanos 8:28-29). Como creyentes, la realidad de nuestra adopción como hijos de Dios es una gloriosa causa de gozo y confianza. Pero a la misma vez, debemos recordar que Dios no nos ha adoptado “simplemente” para que seamos Sus hijos, o “solo” para que Cristo sea el primogénito entre muchos hermanos que no se parecen para nada a Él. Al contrario, Dios nos ha adoptado como hijos y nos ha predestinado a ser como Su Hijo, transformados a Su gloriosa imagen. El propósito eterno de Dios para cada creyente es que seamos como Cristo. Y las Escrituras nos declaran que, en el futuro, al ver a Cristo, seremos totalmente transformados a su imagen (1 Corintios 15:51-52). Seremos como él, porque le veremos como Él es (1 Juan 3:2). Pero la promesa de nuestra futura transformación a Su imagen nos lleva a buscar ser transformados a Su imagen, ahora.
Porque este es el propósito de Dios para nosotros, que seamos conformados a la imagen de Su Hijo Amado, el último Adán, quién vino a ser el humano perfecto. Esto implica una transformación y conformidad a Él en Su perfecta humanidad: carácter, obediencia, amor, y mucho más. Pero también una conformidad en lo relativo a Su comunión con el Padre.
Esencial
Cristo murió en la cruz y resucitó no «solo» para perdonar nuestro pecado, sino para llevarnos a Dios (1 Pedro 3:18), reconciliándonos con Él, para que los que antes estábamos alejados y sin Dios en el mundo, ahora podamos llamarlo Padre y pasar la eternidad en Su presencia. Y no «solo» llamarle Padre, sino también disfrutar de la comunión íntima que el Hijo tiene con el Padre, y que ahora nosotros sus hijos tenemos también con el Padre en una unión espiritual y real con el Padre y el Hijo (Juan 17:20-23).
En otras palabras, ser hijos de Dios implica que ahora tenemos comunión con el Padre como Jesús la tenía en su vida terrenal. Y lo que las Escrituras nos muestran con absoluta claridad por medio del ejemplo de Jesús es que desarrollamos esta comunión con el Padre por medio de la oración, tal como Jesús lo hacía. En este sentido, la oración no es una actividad que tachamos de nuestra lista como otro deber (cuando cumplimos). No es un acto que solo se lleva a cabo en la iglesia y con una audiencia delante. No es tampoco otra disciplina que hay que desarrollar “y punto”. La oración es esencial para nuestra comunión con el Padre, tal como lo fue para Jesús en su vida terrenal. Y no podemos ser como Jesús, conformados a Su imagen, sin ser también conformados a Él en Su comunión con el Padre a través de la oración.
Dios nos predestinó a ser conformados a la imagen de Su Hijo y nos ha adoptado como hijos para que tengamos comunión con el Padre y el Hijo. Pero para disfrutar y desarrollar esta comunión y semejanza para con Él en esta vida debemos orar, no hay otra opción.
¿Quieres crecer en tu comunión y tu deleite en Dios? ¿Quieres avanzar en tu semejanza al glorioso Hijo de Dios, conforme al propósito de Dios? Entonces, hermano, ora… ¡Es esencial!